Desde el origen de la leyenda de El Dorado y el descubrimineto de las minas de plata en los Virreinatos de Nueva España y del Perú (hoy México y Bolivia), hace cerca de 400 años, América Latina ha probado ser una fuente confiable de productos primarios y materias primas, derivados de sus inmensos recursos naturales. Desde finales del siglo XIX también se ha consolidado como una fuente de alimentos para el resto del mundo.
Irónicamente, al tiempo que establecía lazos con el mundo exterior, sus países se mantuvieron aislados los unos de los otros. Tres intrincados accidentes topográficos –la selva amazónica, la cordillera de los Andes y el tapón del Darién, que separa a Centroamérica de Suramérica en Panamá– atomizaron su población en ‘focos’ económicos situados a lo largo de su línea costera. Esos accidentes geográficos obstruyen prácticamente cualquier transporte terrestre y fluvial a través del continente.
Una riqueza basada en recursos naturales cuya porpiedad estuvo desde siempre mal distribuida, heredó a la región una inequitativa distribución del ingreso. La desigualdad se deterioró en la segunda mitad del siglo XX a causa de la explosión demográfica y la urbanización. Los pobres de las ciudades y del campo fueron abandonadas por el progreso, y se les negó el acceso a la seguridad social o a los programas de bienestar, orientados a los trabajadores formales de las grandes ciudades.
El ingreso nacional fluctuó al vaivén de los precios de las materias primas; estos exhibían picos de corta duración, seguidos de bajonazos que podían durar más de una década. Normalmente, las ingresos derivados de las breves bonanzas favorecían a las élites, mientras que las destorcidas de bajos precios desencadenaban una serie de eventos desafortunados que perjudicaban al empleo, a los pobres y a los ingresos fiscales.
No sorprende que las crisis económicas, el descontento social y la inestabilidad política caracterizaran la segunda mitad del siglo pasado. Dictadores militares o presidentes de corta duración fueron la norma en algunos países, al igual que lo fue la ausencia de disciplina fiscal y monetaria. Las tensiones típicas de la Guerra Fría no ayudaron, y los continuos paquetes de emergencia al estilo del FMI causaron más daño a la economía regional que alivio a sus problemas esenciales.
Para que la región vislumbrara un futuro más prometedor era necesario estabilizar su economía, encontrar fuentes sostenibles de crecimiento económico, formular una agresiva agenda social, y superar el aislamiento geográfico, para nutrir un intercambio más rico. Se debía crear un mercado “interno” de bienes manufacturados –similar al estadounidense, el europeo o el del Sureste Asiático–, que permitiera diversificar el portafolio exportador y equilibrar su comercio externo caracterizado por las materias primas.
Esa transformación se inició a comienzos de los años noventa, cuando, desde México a Argentina, un grupo de líderes acogió simultáneamente una agenda a favor de la estabilidad económica, bajo la antipática etiqueta del “Consenso de Washington” (las precoces reformas chilenas se remontan a los años setenta). Fuertes reformas constitucionales, legales y regulatorias permitieron domar los déficit fiscales, flexibilizar la tasa de cambio, garantizar la independencia de los bancos centrales, retornar a inflaciones bajas, y promover una seria regulación y supervisión financiera
Al fin del siglo XX, un grupo impoetante de países había cumplido satisfactoriamente con ese objetivo de estabilidad económica, mientras que otro grupo de estados, cuyo liderazgo sospechaba seriamente de los mercados y de los negocios privados, escogió un camino diferente, más dependiente de la actividad y del dirigismo estatal.
En la segunda mitad de los años noventa, algunos países se propusieron construir un estado de bienestar ‘a la latinoamericana’, buscando la cubertura universal del sistema de salud, de la educación básica y media, y de las pensiones. Estas ambiciosas reformas sociales son normalmente pasadas por alto por los críticos del ‘neoliberalismo’ , y se las minimiza frente a aquellas que permitieron alcanzar la estabilidad económica.
El avance en el frente social ha sido impresionante, en particular durante el presente siglo. Una elevada tasa de creación de empleo y el incremento del ingreso familiar han fortalecido la creación de clase media; a tal punto de que, por primera vez en la historia, ésta supera a la población pobre como la principal estrato social.
Los auges de consumo y crédito, derivados del ascenso social, han dinamizado los sectores de comercio al por menor y los servicios –que explican dos tercios del Producto Interno Bruto (PIB)– y se han convertido en una fuente sólida y estable de crecimiento.
Tal vez la mayor novedad hayan sido los programas de alivio a la pobreza, diseñados como transferencias monetarias a las familias pobres, en función de su número de hijos y condicionadas a la asistencia a la escuela y a chequeos periódicos de salud. Estos programas benefician hoy a cerca de 25 millones de familias, más de 110 millones de personas; uno de cada cinco latinoamericanos reciben por este medio 0,4 por ciento del PIB regional. Estudios serios demostraron su impacto positivo entre las familias más necesitadas.
Sin embargo, subsisten varios interrogantes de tipo fiscal y regulatorio. La cobertura universal en salud se convirtió en un dolor de cabeza fiscal, igualmente universal. En educación la agenda migró de la cobertura a la calidad, abriendo interrogantes aún insolubles. Los sistemas pensionales no cubren a toda la población, son regresivos y cuestan demasiado a los contribuyentes. Y hay mucho trabajo por hacer en materia de servicios públicos, regulación y construcción de infraestructura.
Tras avanzar con éxito en los frentes de estabilidad económica y social, al inicio del nuevo siglo la región aún necesitaba encontrar una fuente sostenible de crecimiento. Irónicamente la solución provino de uno de sus competidores globales: la China.
El milagro chino produjo a un positivo, sustancial y duradero efecto sobre la región. Encareció todo lo que América Latina exportaba, desde comida a minerales y energía, al tiempo que abarató sus importaciones (de maquinaria a motocicletas, teléfonos, ropa, etc.). Esta ‘bonanza’ de commodities fue enfrentada con un incremento en los ahorros nacionales, especialmente en aquellos países que adoptaron el modelo noruego-chileno de crear fondos soberanos de riqueza, y ahorrar parte de sus regalías; en especial, donde se implementaron reglas fiscales y marcos de sostenibilidad fiscal, con estatus constitucional.
En este esfeurzo de ahorro y estabilidad, cada uno de los países de la región incrementó sus reservas internacionales. Sin embargo, como las políticas fiscales expansivas se financiaron con un porcentaje de esta ‘bonanza’, algunos analistas han cuestionado qué tan sostenible es hoy en día la macroeconomía regional.
Para mantener un crecimiento económico anual en torno al 4 por ciento y blindarse contra la volatilidad de los precios de materias primas, es crítico que la región mejore su base emprendedora. Se necesitan con urgencia desarrollos internos y externos a las empresas. Como lo define un inversionista japonés: “ustedes tienen que dejar atrás la optimización parcial para llegar a la optimizacoón total de las operaciones.” Específicamente, la incapacidad estatal supone un obstáculo en términos de regulación, infraestructura, logística portuaria, sanitaria y aduanera.
Formalizar las empresas pequeñas y medianas, y brindarles acceso a capital local e internacional es un objetivo de alta importancia. La innovación en América Latina sucede pero no alcanza los mercados globales, obstaculizada más por la ausencia de canales adecuados que por sus propias cualidades. Las llamadas ‘multilatinas’, grandes compañías locales que compiten por mercados y proyectos a escala mundial, actualmente comandan un considerable contingente de recursos humanos y de capital.
La construcción masiva de infraestructura es necesaria para sobreponerse al aislamiento regional e internacional y reducir costos. Los ahorros en épocas de abundancia sumados al renovado acceso a los mercados globales de capital proveerán fuentes de financiación; al mismo tiempo, la atención mundial –no exclusivamente de China– está supliendo estos vacíos.
Instituciones bancarias regionales como el Banco de Desarrollo de América Latina (CAF, con sede en Caracas), y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID, en Washington), proveen fondos contracíclicos y muy necesitados para el desarrollo económico. Las economías más pequeñas y débiles de Centroamérica y el Caribe reciben una atención especial por parte de estas instituciones.
Un círculo virtuoso nos favorece, basado, primero, en ambiciosos proyectos de infraestructura, que incrementarán el comercio intrarregional y reducirán los costos de exportación e importación; segundo, en el dividendo demográfico de una población relativamente joven, que incrementa rápidamente la participación de la mujer en el mercado laboral y que alimenta el progreso de la clase media; y tercero, la creciente atención mundial que valora la estabilidad de varias economías, algo que antes sólo hallaban en Asia; al igual que costos laborales cada vez más competitivos con los asiáticos, en conjunto con abundancia de materias primas y la proximidad a los mercado del Atlántico y el Pacífico.
La región definitivamente necesita de fuentes de crecimiento endógenas además de la demanda externa de su riqueza natural. Hay un largo camino por recorrer, pero podemos testificar que durante el último cuarto de siglo asistimos al final de 400 años de soledad.
* Exministro de Hacienda y conferencista internacional. Las opiniones aquí plasmadas no reflejan las del Banco Interamericano de Desarrollo.
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